kike |
Fecha: 15-11-2005 08:52 pm
" Precisamente a los españoles, pocos pero valientes, los ayudaron todas aquellas poblaciones sometidas y esclavizadas por los incas y que estaban más que hartos de ellos"
"También habrá que reconocer que los españoles, siendo sólo unos pocos, lograron grandes hazaños luchando contra miles de indios hostiles. Y tampoco creo que fueran tan criminales, como algunos iletrados dicen""
son tus opiniones desde tu punto de vista.. porsupuesto son respetadas pero tienen que ser criticadas y me parece que son erradas..
no lo digo yo ni lo dices tu... lo dice la historia
El 16 de noviembre de 1532 tuvo lugar el caso documentado de secuestro en el suramericano. Un grupo de españoles dirigido por Francisco Pizarro se apoderó por la fuerza del inca Atahualpa, quien había aceptado una a cenar y había llegado al campamento en el alto valle de Cajamarca, en las montañas del Perú, con un lujoso cortejo ceremonial de incas desarmados.
Las tropas de los aventureros españoles se habían atrincherado en los edificios vecinos, esperando la orden de su jefe para abrir fuego contra los visitantes, pero antes de ello un sacerdote católico, el padre dominico Vicente de Valverde, salió al encuentro de la víctima, le habló del misterio de la Santísima Trinidad, le habló de la creación del mundo y del pecado original, y finalmente le informó que el papa de Roma había entregado esas tierras al emperador Carlos V y que Pizarro venía a tomar posesión de ellas. Al oír la traducción que le hacía el intérprete, el inca sorprendido le respondió que el reino del Perú le correspondía por herencia de su padre Huayna Cápac, y que ambos descendían del Sol, del dios de los incas. Entonces el sacerdote le mostró un objeto hecho de numerosos planos superpuestos exornados de inscripciones, y poniéndolo en manos de Atahualpa le dijo que allí estaba toda la sabiduría. El inca examinó aquel objeto, tratando de escuchar todo el saber que había en él, pero al no oír nada se sintió engañado y lo arrojó por tierra con indignación; era la señal que se requería. El dominico corrió hacia donde se encontraba Pizarro, le dijo que aquel perro arrogante había arrojado por tierra la sagrada escritura, y le dio la absolución previa por todo lo que quisiera hacer contra él y contra sus gentes.
Los conquistadores, que disponían de cañones y de mosquetes para espantar y también para aniquilar a las tropas de flecheros del imperio incaico, abrieron fuego en todas direcciones, cayeron además con sus espadas sobre los acompañantes inermes de Atahualpa, que no acertaban a huir abandonando a su rey, y dieron muerte en una tarde a más de siete mil personas. El hecho era trágico de una manera extrema: Atahualpa asistió a la cena con toda su corte, como prueba de confianza en los visitantes. Nada más alejado de las expectativas de su cultura y de los códigos de honor seculares de su pueblo que la posibilidad de que un ejército abriera fuego contra ellos sin haber declarado previamente la guerra. Ante la superioridad técnica de los atacantes, ante ese fuego inesperado y traicionero, ante esa ferocidad de los guerreros españoles del Renacimiento que le ha hecho decir a Jacob Burckhardt que en ellos parecía haberse desencadenado el lado diabólico de la naturaleza humana, fue tal el desconcierto de los incas que ninguno reaccionó, y la irrupción de los caballos acorazados de los españoles, bestias bicéfalas desconocidas vestidas de hierro y capaces de hablar, acabó de paralizar al cortejo. Ni siquiera las tropas que acampaban en el valle vecino se atrevieron a asomarse al lugar donde resonaban los truenos. Quienes allí caían aniquilados eran, nos dice David Ewing Duncan, «la élite del gobierno de Atahualpa, sus nobles, sus gobernadores, sus generales, sus sacerdotes y sus adivinos, los mayores responsables del funcionamiento del gobierno imperial, cuya súbita muerte en masa significaba un golpe devastador para un imperio que había perdido a millares de miembros de su clase dirigente en la reciente guerra civil».
Pero aquella fiesta de sangre no fue más que el comienzo. Con la mano ensangrentada, el propio Francisco Pizarro tomó por los cabellos a Atahualpa y lo llevó a rastras, entre el caos y la masacre, hasta la habitación donde después lo tuvieron cautivo durante nueve meses.
Los móviles de aquel secuestro están claros: desde su llegada a América, a los 40 años de su edad, Francisco Pizarro se había hecho el propósito de obtener poder y fortuna, y andaba buscando la región de los incas, siguiendo la leyenda de su riqueza extrema. Pascual de Andagoya, viajando desde Panamá, había oído a unos indios que navegaban en piraguas por las costas del Pacífico hablar de una tierra llamada Pirú, donde un poderoso rey era dueño de tesoros fabulosos. Desde entonces Pizarro se había obsesionado con esa aventura, había conseguido cómplices que lo secundaran, y estaba tan seguro de las riquezas que iba a obtener que hasta celebró un contrato con sus aliados, distribuyéndose de antemano el oro y las tierras que pensaban apropiarse. Eran tenaces, y antes de llegar al Perú afrontaron grandes penalidades, como los meses de delirio en la isla Gorgona, donde chapotearon en el fango entre el asedio de los mosquitos, alimentándose de lagartos y de huevos de tortuga, enfundados en sus armaduras bajo el sol del Pacífico por temor a las bestias venenosas. Pero aún no estaba claro para ellos que lo que se proponían era un secuestro; éste se les fue apareciendo como el camino más eficaz para cumplir su cometido, y sólo cuando Pizarro ya tenía a Atahualpa cautivo en su edificio de Cajamarca, concibió con claridad el monto del rescate que pediría por él.
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